Nunca tuve suficiente fe.
Miento.
La tuve y perdí.
Perdí la fe cuando mi padre, hace más años de lo que alcanzo
a recordar gritaba hasta taladrarnos los pensamientos.
Perdí la fe cuando mi padre, hace más años de los que puedo
recordar, pegaba a mi madre y la caía al suelo.
Perdí la fe cuando mi padre, hace más años de los que puedo
recordar, me levantaba la mano amenazante con ojos de loco.
Perdí la fe cuando mi padre, hace más años de lo que puedo recordar
fustigaba a látigo a mi hermano pequeño por hacer travesuras absurdas, como
huir por los tejados… para siempre regresar.
Perdí la fe cuando mi padre, hace más años de lo que alcanzo
a recordar nos exigía que limpiáramos las jaulas de los pájaros cada sábado,
sólo porque sí.
Perdí la fe y no recuerdo exactamente cuándo. Sólo montones
de porqués.
Perdí la fe y jamás he vuelto a encontrar motivos para
recuperarla en cuanto a los lazos afectivos con mi padre se refiere.
Los recuerdos vienen como relámpagos a mis vacíos infantiles
de memoria, ahora que pasamos horas esperando para entrar en la sala de
oncología. Ahora mi padre está muriendo. No conozco a ese anciano enfermo sin
memoria que me llama como a mi hermana.
Intento clarificar qué siento exactamente. Poner nombre a
esta emoción. No puedo hacerlo. Puedo descartar que se trate de esperanza. Ni
bondad. Ni compasión. Ni piedad. Esto es un galimatías…
Y no sé qué hubiera sentido la niña que fui. O qué hubiera sentido otra niña distinta, que
creciera junto a un padre protector, cómplice, cuidador y amigo.
Qué temor no hubiera sentido. Qué alegría hubiera sentido.
¿Cómo sería esa niña, ahora?
¿Estaría donde yo estoy ahora? ¿Esperaría junto al que dicen
que es su padre?
Un médico mira a un anciano desmemoriado.
Un anciano desmemoriado me mira a mí.
Yo miro (desmemoriada) atrás y veo a la niña que fui. Aún me
recuerdo.




